
Pasados ya los días de Navidad, en los que hemos acogido el inmenso amor de Dios manifestado en el misterio de la encarnación de su Hijo Jesucristo, pasamos al tiempo que litúrgicamente se llama “Tiempo Ordinario”, para diferenciarlo de los tiempos fuertes en los que celebramos los grandes misterios de la fe: Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua; tal paso, se convierte en una oportunidad para seguir descubriendo la presencia de Dios en lo cotidiano de la vida.
Partiendo de la realidad, la mayor parte de nuestra existencia se lleva a cabo en la cotidianidad, en la cual realizamos una serie de rituales a través de los cuales organizamos las tareas del día a día y que son importantes para nosotros: limpieza personal, preparar y comer los alimentos, saludar, gestos, palabras, ir y realizar el trabajo, quizá un poco de ejercicio, etc. Caigamos en la cuenta de que, sin esas repeticiones en lo habitual, la vida no es posible ¿Qué rituales acompañan tu día a día y los realizas incluso de forma inconsciente?
En esa rutina nos vamos forjando como personas, porque en ella asumimos y ponemos en práctica los valores que forman parte de nuestra identidad, nos formamos y ponemos en práctica lo aprendido; también, vamos entretejiendo relaciones familiares, de amistad, laborales y de comunidad.
En Dios también se expresa lo cotidiano, por ejemplo en ese trabajo que él realiza durante los 6 días en los que crea todo cuanto existe y que el escritor sagrado describe en esa repetición del “dijo Dios…y así fue". Esa repetición la encontramos en diversos ciclos de la naturaleza: las estaciones, la rotación de la tierra, en la salida del sol y su ocaso, la forma en la que medimos el tiempo en años y meses, etc.
Jesús mismo durante su “vida oculta”, la cual supuso la mayor parte de su existencia, treinta años, asumió esa cotidianidad que implica la vida familiar y laboral, en ese hogar de Nazaret en el que “iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.” (Lc 2,52). En eso cotidiano aprendió a meditar las cosas en su corazón, al igual que su madre, a trabajar como su padre José, y más aún, a decir “Padre…hágase tu voluntad”.
Todo lo anterior nos ayuda a poder afirmar que nuestra rutina cotidiana ha de estar habitada por Dios, como creyentes tenemos la posibilidad de vivir una mística de lo cotidiano o vivir el misterio de Dios en lo ordinario de la vida, y no todo lo contrario, pues a veces corremos el riesgo de convertir la rutina en algo monótono, vivirla desde lo ya sabido, lo cual puede impedirnos reconocer la novedad que implica cada día o desde el estrés de los compromisos diarios y el peso del trabajo, lo cual termina agobiándonos. En lo rutinario también se corre el riesgo de separar lo sagrado y lo profano, como si la vida fuera algo paralelo a la fe o la relación con Dios.
Así, nos conviene aprender a realizar todo cuanto acontece en nuestro diario vivir, de la mano de Dios, contando con él, pues: “En realidad para el cristiano ningún tiempo es ordinario, porque cada momento de nuestra vida está llena de las maravillas del Señor. La espiritualidad del tiempo ordinario consiste fundamentalmente en vivir la vida desgranando en ella nuestra condición de creyentes.”[1] A ello puede ayudarnos el procurar ejercitarnos en las siguientes actitudes:
Cultivar el asombro: descubriendo que nuestra vida cotidiana está llena de su presencia. “El asombro es el deseo de conocimiento, y lo que asombra es la belleza. La belleza de la realidad.”[2] A ello nos ayuda san Juan de la cruz cuando en el Cántico espiritual nos enseña a dialogar con la creación en actitud contemplativa:
Oh bosques y espesuras,
plantadas por la mano del Amado!
¡Oh prado de verduras, de flores esmaltado!,
decid si por vosotros ha pasado.
Y con receptividad, escuchar lo que creación, las personas y los acontecimientos nos dicen de Dios:
Mil gracias derramando,
pasó por estos sotos con presura,
y, yéndolos mirando, con sola su figura
vestidos los dejó de hermosura

Ser agradecidos: el agradecimiento nos libera de esa creencia de no haber recibido lo suficiente, y que a veces nos habita de forma inconsciente; por el contrario, aprender a dar las gracias nos ayuda reconocer todo lo bueno que hay a nuestro alrededor para saberlo aprovechar y secundarlo. Nos ayuda a descubrirnos queridos y destinatarios del amor de Dios y de aquellos con los que compartimos la vida. Ello también puede ayudarnos a vivir el esfuerzo de ganar el pan diario de forma más llevadera y equilibrada, agradeciendo por la salud, la fortaleza, la oportunidad de tener un trabajo, de poder hacer el bien, etc.
Promover el amor en los pequeños detalles: en la misma línea de lo anterior, no hay pues que despreciar lo pequeño y simple de cada día, por ello Jesús da gracias al Padre cuando dice: “¡Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a la gente sencilla! ¡Gracias, Padre, porque así te ha parecido bien!” (Mt 11,25-30). En lo pequeño que vivimos se va gestando el reino de Dios, como la mujer que amasa un poco de levadura en la masa o como el sembrador que tira la semilla en el campo. Cultivemos esos pequeños detalles que hacen feliz y más llevadera la vida de los otros. Recordemos que para amar solo tenemos el día de hoy:
Mi vida es un instante, una efímera hora,
un momento que se evade y que huye veloz.
Para amarte, Dios mío, en esta tierra,
no tengo más que un día:
¡Sólo el día de hoy!
(Santa Teresita, Mi canto de hoy)
Vivir con profundidad: es decir que todo aquello que acontece en nosotros y a nuestro alrededor no pase desapercibido o como si viviéramos en “automático”, sino que podamos profundizar en lo que cada acontecimiento nos puede ayudar al propio conocimiento o el de la realidad; y más aún, aplicando discernimiento a todo lo que vivimos, para reconocer lo que Dios nos está pidiendo y poder colaborar más con él en la transformación de este mundo. A ello favorece el desconectarnos un momento de los aparatos electrónicos y tomarnos un tiempo para meditar, haciéndonos preguntas: ¿por qué ha sucedido esto?, ¿qué me hace sentir o pensar?, ¿cómo puedo colaborar?, etc.
Vivir relaciones de calidad: la profundidad de nuestra vida también se cultiva en las relaciones interpersonales, cuando en ellas logramos profundizar y compartir algo de lo que llevamos en el corazón, compartiendo un poco de nuestra interioridad con los demás, así como en los momentos distendidos en los que podemos gozar y reír o porque quizá se nos presente la oportunidad de acompañar a alguien en su dolor o tristeza. De esta manera ponemos en práctica aquello que nos recomienda san Pablo: “Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad perfecta.” (Col 3,12-13). A ello nos ayuda vivir conectados con nuestro interior, desde donde somos más auténticos y libres.

Dejar espacio a la oración: cuanto bien nos hace favorecer espacios para el diálogo íntimo con Dios, nos ayuda a tomar consciencia de su presencia y reconocer que no caminamos solos, sino que avanzamos alentados por su presencia y su luz. Si a lo mejor no podemos dedicar espacios largos para la oración, podemos hacerlo en diversos momentos de la jornada, quizá repitiendo una jaculatoria como: “Dios en mí y yo en él” y experimentar a Dios como amigo y compañero de camino. También podemos rezar algún momento de la Liturgia de las Horas y santificar el tiempo uniéndonos a toda la Iglesia. En las horas intermedias encontraremos estos hermosos himnos:
El trabajo, Señor, de cada día
nos sea por tu amor santificado,
convierte su dolor en alegría
de amor, que para dar tú nos has dado.
Te está cantando el martillo,
y rueda en tu honor la rueda.
Puede que la luz no pueda
librar del humo su brillo.
¡Qué sudoroso y sencillo
te pones a mediodía,
Dios en la dura porfía
de estar sin pausa creando,
y verte necesitando
del hombre más cada día!
También podemos aprovecharnos de las distintas aplicaciones donde podemos
escuchar la Palabra de Dios o alabanzas que nos ayudan elevar el espíritu a Dios. Y de ser posible, hacer una parada en la parroquia y realizar una visita al Santísimo Sacramento. Pero todo ello, como verdadero encuentro con el Amado para que la amistad con él vaya creciendo, aprendiendo a vivir “una vida oculta con Cristo en Dios” (Col 3,3).

El Evangelio nos pone en actitud de discípulos: escuchar y meditar el evangelio de cada día, es una oportunidad para ponernos tras los pasos de Jesús, asimilando su propuesta de vida y haciendo nuestra existencia más evangélica. De manera especial, los evangelios sinópticos que escuchamos en la misa diaria nos permiten seguir a Jesús en la predicación del Reino, aprendiendo de él a ser sus discípulos. En cuanto al evangelio dominical, estamos en el ciclo “C” y será el evangelista san Lucas quien nos ayudará a profundizar en la misericordia y compasión de Jesús, en su opción preferencial por los pequeños y los pobres, en figura de la mujer llamada también a su seguimiento, y a aprenderemos del Maestro a retirarnos a la soledad para hablar con nuestro Padre Dios.
Vivir una existencia eucarística: algunas personas tienen la oportunidad de celebrar la misa diaria, pero si no, la misa dominical es ya suficiente para que la comunión con Cristo transforme nuestra vida, de tal manera que podamos hacer de ella una existencia eucarística, a partir de los mismos gestos con los que él consagró el pan: pronunció la bendición, lo partió y lo dio. Procuremos que nuestra vida sea una bendición para los que nos rodean; es decir que hablemos bien de ellos, les deseemos y les hagamos el bien. Que podamos partirnos y darnos con generosidad en la entrega a los demás, a los más pequeños que necesitan de los mismos dones que nosotros hemos recibido. A eso se refiere la carta a los Hebreos cuando dice:
Por eso, al entrar en el mundo, Cristo dijo: «A ti no te complacen sacrificios ni ofrendas; en su lugar, me preparaste un cuerpo; no te agradaron ni holocaustos ni sacrificios por el pecado. Por eso dije: “Aquí me tienes —como está escrito en el libro—. He venido, oh Dios, a hacer tu voluntad”» (Heb 10,5-6)
La ofrenda que más agrada a Dios es la de nuestro “cuerpo-vida” entregada por amor en servicio a los demás como lo hizo Cristo. Recordemos también aquí, la invitación del Papa Francisco:
Hoy que la Iglesia quiere vivir una profunda renovación misionera, hay una forma de predicación que compete a todos como tarea cotidiana. Se trata de llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a los desconocidos. [...] Ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el amor de Jesús, y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el trabajo, en un camino (La alegría del Evangelio 127).

Una vida esperanzada: por último, en este año del jubileo, no podemos dejar de cultivar la esperanza, hasta que ella se haga verdaderamente una virtud en nosotros, dejando que ella nos permita contemplar ese futuro que el Espíritu Santo está abriendo para la Iglesia y la humanidad, y la fortaleza para implicarnos en la realización de esa meta que anhelamos. No demos espacio a que el pesimismo anide en nuestro corazón.
Termino compartiendo esta experiencia de Santa Teresa, en la que, embebida en la hermosura de Dios, le pide a él la fuerza para saber llevar esta vida, las palabras que escucha de parte de Jesús, son una invitación a vivir una rutina habitada por su presencia, aún en los detalles más ordinarios de nuestra vida, hasta que ya no vivamos nosotros, sino él en nosotros:
Yo estaba pensando cuán recio era el vivir que nos privaba de no estar así siempre en aquella admirable compañía, y dije entre mí: Señor, dadme algún medio para que yo pueda llevar esta vida. Díjome: «Piensa, hija, cómo después de acabada no me puedes servir en lo que ahora, y come por Mí y duerme por Mí, y todo lo que hicieres sea por Mí, como si no lo vivieses tú ya, sino Yo…» (Relación 56).
Desde mi realidad personal ¿qué actitudes puedo asumir para vivir en lo cotidiano de mi vida una rutina habitada por la presencia de Dios?
Fr. José Arteaga OCD
Referencias bibliográficas:
- L'Ecuyer, Catherine. Educar en la realidad, Plataforma Editorial. Edición de Kindle.
- Martín Velasco, Juan. Orar para vivir, PPC Editorial. Madrid 2016, 286 pp.
- Saldaña Mostajo, Margarita. Rutina habitada. Vida oculta de Jesús y cotidianidad creyente. Sal terrae. Edición de Kindle.
[1] Juan Martín Velasco, Orar para vivir, PPC Editorial, Madrid 2016, p. 276
[2] L'Ecuyer, Catherine. Educar en la realidad, Plataforma Editorial. Edición de Kindle, p. 10.
Buenas tardes, muchas gracias FAmilia ESTEPRE, gracias Fray Jose Fredy por esta reflexión, gracias por hacerme caer en la cuenta de vivir mi espiritualidad desde la cotidiano de mi vida, y un paso más será para mi no pensar en la rutina que a veces es desgastante ahora le daré a mi rutina un Encuentro con nuestro Señor, y tengo como tarea hacer la Esperanza una virtud viva en mi vida. Gracias por lo consejos y a santificar la rutina de lo cotidiano.
Nuevamente gracias, un bendecido año para todos y nos veremos pronto en algun curso, saludos desde San Jerónimo Vaja Verapaz, Guatemala.