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El 4 de febrero celebramos la memoria litúrgica del beato María Eugenio del Niño Jesús (1894 – 1967) de quien pronto se anunciará la fecha de su canonización. Dicha celebración litúrgica se convierte en una oportunidad para acercarnos a la espiritualidad de este fraile carmelita descalzo francés.
Su vida y propuesta de espiritualidad se caracteriza por un dejarse mover por el Espíritu Santo, hombre de gran ardor apostólico decía:
Nuestra época está sedienta de Dios. Tiene hambre de Dios. Esta hambre de Dios se
percibe en las almas, en los ojos, en todos los auditorios. Lo saben también como yo.
¿Qué es lo que nos piden? Que hablemos de Dios. (Conferencia del 18 de mayo 1958).
Su deseo fue el de ayudar a descubrir a las creyentes el tesoro escondido que llevamos dentro: nuestra vocación a la unión con Dios, vocación que se realiza colaborando con la gracia que Dios mismo ha derramos en nuestro bautismo al hacernos hijos suyos.
Conservamos varios de sus escritos, fruto de numerosos cursos y conferencias, en ellos podemos encontrar muchas luces para nuestra vida espiritual. Y como este blog trata sobre una espiritualidad que podamos vivir en lo cotidiano, les dejo un texto del beato, donde nos ayuda a superar distintas objeciones que podemos plantearnos en torno a la oración y que pueden impedirnos llevar una auténtica vida orante. Sirva además de motivación para profundizar en la espiritualidad del P. María Eugenio del Niño Jesús.
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“Empezaré por señalar, de una manera muy somera, algunas de las dificultades de la oración y daré una breve respuesta a cada una de ellas. Después os agradeceré que preciséis esas dificultades de una manera práctica.[1]
Encontrar tiempo
Desde el punto de vista de la oración, la primera dificultad es encontrar tiempo para hacerla. Es la primera objeción que presentan las personas a quienes se propone este ejercicio espiritual:
«Es que no tengo tiempo, no tengo tiempo de hacer oración.»
Se desentiende uno, se dice:
«Ya tenemos nuestros ejercicios de piedad, la Misa de los domingos, nuestra oración de la mañana y de la noche.»
Según el grado o la forma de piedad se aña de la Misa, la Comunión y alguna otra cosa; se acaba diciendo:
«No tenemos tiempo de hacer más.»
Evidentemente, en todo esto se precisa:
«Soy madre de familia, tengo mis hijos.»
O bien:
«Tengo mi despacho, tengo mi trabajo y no veo cómo podría encajar la oración en mi vida tal como está constituida y organizada actual mente, cómo encontraría tiempo de hacer oración.»
Es cierto que si se quiere introducir la oración en la propia vida se plantea, de entrada, un problema de organización de la vida personal. Añadir a una vida ya organizada el ejercicio de la oración, que puede ser de media, de una o incluso de dos horas, parece un problema casi insoluble, porque todos somos personas muy ocupadas, sobrecargadas, desborda das. Se dice uno a sí mismo:
«Si me propongo hacer una hora de oración, o media hora, aumentaré sencillamente mi surmenage y acaso seré infiel a deberes esenciales de mi vida, deberes de familia o incluso deberes de estado, deberes de profesión.»
Creo, pues, que cuando se quiere dedicar un tiempo a la oración hay que plantearse el problema de la organización de la vida. ¿Equivale esto a decir que hay que cambiar de profesión, dejar las ocupaciones habituales o descuidar las obligaciones de estado para hacer oración? No, no lo creo. La experiencia prueba que hay personas muy ocupadas que hacen oración. Se dice que san Francisco de Borja, uno de los primeros generales de la Compañía de Jesús, a partir del día en que fue general, aumentó su tiempo de oración, y en lugar de hacer tres horas creo que hacía seis. Otras personas que yo conozco llegan a hacer una o dos horas de oración.
No nos dejemos asustar por esas dos horas de oración; no hay más que recordar que la jornada está compuesta de veinticuatro horas. De estas veinticuatro horas se necesitan ocho, vamos a poner nueve, para el sueño; quedan todavía dieciséis. Desconozco el trabajo que desempeñáis. Actualmente tenemos la jornada de ocho horas; restándolas de esas dieciséis, que dan otras ocho: de ellas, bien podrían reservar se dos para la oración.
No habría que considerar la oración como un ejercicio accesorio; hay que encajarla en la vida como una actividad que se valora, si no tan esencial como el sueño o el reposo de cada día, sí al menos como un ejercicio muy útil.
Creo que en la base de ese deseo de organización debe haber, sobre todo, la convicción de que la oración es un ejercicio útil. La mayor parte de las veces se excusa uno porque se considera la oración como un ejercicio de piedad secundario, sin el cual puede pasarse. Se cree que puede irse al Cielo sin hacer dos horas de oración, y claro está que es verdad, pero, a fin de cuentas, no se tiene la convicción de que éste es un ejercicio necesario.
Sobre todo, no se comprende que la oración, cuando se la inserta en la vida, aporta un elemento de equilibrio. Una hora de oración constituye en la jornada no digo una hora de repo so, una hora de sueño, pero sí, ciertamente, una hora de equilibrio.
Se afirma a menudo -san Francisco de Sales, en particular, así lo dice- que los contemplativos actúan con mayor prontitud porque la oración permite un tiempo de reposo, de relajación y afina las facultades, las perfecciona, incluso desde un punto de vista humano; asegura, en suma, un equilibrio. El tiempo que parece perdido en la oración se reencuentra con la intensidad de trabajo que suministra.
Para resolver este problema de la inserción de la oración en nuestra vida tendremos que tener en cuenta diversas circunstancias: el grado de nuestra vida espiritual, nuestra aptitud, en una palabra, el espacio que querernos dedicar a la oración en nuestra vida. A algunos les parecerá mucho dedicarle dos horas y, en efecto, lo será; para unos bastará una hora; para otros, media hora. Parece que si se quiere que la oración tenga una cierta influencia sobre la vida hay que llegar a la media hora.
¿Cómo organizarla? puede dividirse ese tiempo en dos, en tres o en cuatro momentos, según las propias aptitudes, y resolver el problema de esa manera. Yo mismo he visto a mu chas personas que están realmente ocupadas, madres de familia que atienden a sus hogares, religiosos que tienen ocupaciones absorbentes, preocupaciones de gobierno con pesadas cargas de correspondencia y que llegan a encajar en la jornada sus dos y hasta sus tres horas de oración.
Cuando santa Teresa habla, en las primeras Moradas, de hacer entrar la oración en la propia vida, habla inmediatamente de un reglamento; lo que no quiere decir que haya que organizar todos los detalles de la existencia, pero sí que es necesaria una organización general de la vida, fijando una hora, un momento.
Oración y trabajo
«¿Se puede orar mientras se trabaja?»
«El trabajo manual, ¿impide entregarse a la oración profunda?»
No, al contrario. Se ha reconocido que precisamente el trabajo manual favorece la contemplación. En efecto, deja libre al espíritu, y por consiguiente, le permite entregarse a la oración. Los contemplativos prefieren, con mucho, el trabajo manual al intelectual, ya que éste, al ocupar al espíritu, no permite la misma atención a Dios. Así que puede estarse en oración durante el trabajo manual.
No creo, sin embargo, que pueda uno contentarse con orar mientras trabaja. Hay que hacer también oración fuera del trabajo, entregándose solamente a ella. Incluso el trabajo manual absorbe una parte de atención y no permite, por consiguiente, dar a Dios, a la oración, todo el tiempo y toda la atención que pide. De vez en cuando encontramos personas que nos dicen:
«Pero yo pienso todo el día en Dios o por lo menos pienso en él muy a menudo, así que no necesito dedicar un tiempo a la oración.»
A ésos les decimos: «No; creo que es preciso reservarle un espacio; si ya pensáis en Dios tan fácilmente, ¿qué sería si dedicárais a Dios un tiempo particular para ello?»"
[1] Texto tomado de: María Eugenio del Niño Jesús, “Movidos por el Espíritu”, Editorial de Espiritualidad, Madrid 1990, pp. 123 -131.
En la vida religiosa, cristiana y cotidiana de los creyentes, es importante, ello implica, que no debe ser una costumbre, sino, un acto de convencimiento, disciplina y organización de nuestras agendas diarias.