“Jesús mío, quiero acompañarte en el huerto de tu agonía. Quiero consolarte y decir contigo: «Señor, si es posible, que pase de mí este cáliz amargo, más no se haga mi voluntad, sino la tuya»” (D.18).
Esta es la súplica que brota del corazón de Santa Teresa de Los Andes, unida a la Pasión con aquellas palabras que el mismo Cristo elevó al Padre en su momento de mayor soledad y angustia, mientras caía rostro en tierra en el Huerto de Getsemaní.
¿Pero por qué hacer referencia a un episodio de tanto sufrimiento, si estamos iniciando con gozo un nuevo año litúrgico y nos disponemos a preparar el alma para que Jesús siga encontrando en nosotros su dulce morada?
Desde la experiencia sencilla y personal, llega una respuesta clara y certera para mí: en el creyente, el sufrimiento también prepara el corazón para encontrarse unido íntimamente con Cristo y, reconociendo la fragilidad que le constituye, deja que Él se encarne en la enfermedad, en el duelo, en las crisis y en las cruces de cada día para darnos vida y ser partícipe de una misión.
Desde la profunda experiencia de Teresa de Los Andes, no hay otro medio posible de ganar almas para Dios que la oración, la mortificación y el sufrimiento, este último como la manifestación más grande de amor por Aquel que nos amó primero, “soportando nuestros sufrimientos y cargando con nuestras dolencias” (Is 53,4).
Así queda plasmado en su Diario: “Qué bueno es mi Jesús que me da su Cruz. Soy feliz. Así le demuestro mi amor (…) Jesús, te doy gracias por la cruz. Cárgala más, pero dame fuerza, amor” (D.38). “Él viene con una cruz y sobre ella está escrita una sola palabra que conmueve mi corazón hasta sus más íntimas fibras: «Amor»” (D.16). “He quitado la cruz a mi Jesús. Él descansa. ¿Qué mayor felicidad para mí?” (D.15).
Sufrir con alegría
Parece contradictorio encontrar a hombres y mujeres de todos los tiempos, en un mundo marcado por tantas realidades desbordadas de dolor, que le han apostado a la alegría en medio de la tribulación.
Santos como Teresa de Los Andes, Juan de la Cruz, María de Jesús Crucificado o tantos santos de a pie que determinados por Cristo se han decidido a abrazar la voluntad de Dios, en completo abandono, encontrando en cada padecimiento una ofrenda por sus propios pecados o un medio eficaz para expiar por los pecadores y sacrificarse por la santificación de los sacerdotes “como una aspiración y un destino para su vida”, tal como lo refiere el padre Marino Purroy Remón, OCD, en un aparte de la introducción a las Obras Completas de Teresa de Los Andes (Pág. 57).
Sin embargo, cómo puede ser esto causa de asombro si el verdadero modelo para todos ha sido Jesús de Nazaret y las bienaventuranzas el proyecto de vida que han asumido sin recriminaciones y sin negación: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mt 5, 67). “Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5, 9).
Teresa de Los Andes, Juana Fernández Solar, da fe de ello, pues entendió que la auténtica felicidad y la plenitud del cristiano maduro no se alcanza cuando nada nos desacomoda. Por el contrario, como el apóstol Pedro nos anima “a rebosar de alegría, aunque sea preciso que todavía por algún tiempo seamos afligidos por diversas pruebas, a fin de que la calidad probada de nuestra fe, más preciosa que el oro perecedero que es probado por el fuego, se convierta en motivo de alabanza, de gloria y de honor en la revelación de Jesucristo” (1 Pe 1, 6-7).
En una carta escrita el 15 de abril de 1916, le expresa a su hermana Rebeca:
“Me he entregado a Él. El ocho de diciembre me comprometí. Todo lo que lo quiero me es imposible decirlo. Mi pensamiento no se ocupa sino en Él. Es mi ideal. Es un ideal infinito. Suspiro por el día de irme al Carmen para no ocuparme sino de Él, para confundirme en Él y para no vivir sino la vida de Él: Amar y sufrir para salvar las almas. Sí, sedienta estoy de ellas porque sé que es lo que más quiere mi Jesús. ¡Oh, le amo tanto!” (D.16).
Aquellas palabras también nos hacen recordar la experiencia que vivió Juanita el día de su Primera Comunión. Se sentía tan dichosa que aseguraba que “para todo estaba indiferente, menos mi alma para Dios” y al rezo del Rosario, junto con sus compañeras, en vez del Ave María repetía: “Venid, Jesús mío, venid. Oh mi Salvador, venid Vos mismo a preparar mi corazón” (D.6).
He ahí una lección de la radicalidad del seguimiento a Cristo y la total fidelidad a un amor esponsal, ya sea “en la alegría o en la tristeza, en la salud o en la enfermedad, en la riqueza o en la pobreza, todos los días de la vida”. “¿Acaso no es Jesús su apoyo y no es Él el que está para socorrerla?” (D. 11).
El camino que le mostró Jesús
A partir de las primeras páginas de su Diario, dedicado a la madre Julia Ríos, religiosa del Sagrado Corazón, Teresa de Los Andes va narrando la historia de su alma y las circunstancias que desde los seis años, o antes, la llevaron a tomarse de la mano con el sufrimiento: su padre pierde parte de la fortuna familiar, muere su abuelo Eulogio, la enfermedad la acompaña en diferentes etapas de su vida (apendicitis, fatigas constantes, dolores de cabeza, de espalda, difteria, tifus), sus padres atraviesan una crisis matrimonial, uno de sus hermanos está peleado con la fe, el otro lleva una vida demasiado bohemia y llega para Juanita el dolor al separarse de su familia, como también aparecen las sequedades, las penas del alma y las angustias del espíritu.
“Yo sufría, pero el buen Jesús me enseñó a sufrir en silencio y a desahogar en Él mi pobre corazoncito. Usted comprende, Madre, que el camino que me mostró Jesús, desde pequeña, fue el que recorrió y el que amó; y como Él me quería, buscó para alimentar mi pobre alma el sufrimiento” (D.1). “Condúceme siempre, Jesús mío, por el camino de la cruz. Y levantará el vuelo el alma mía, donde se encuentra el aire que vivifica y la quietud” (D.10).
No cabe duda que Jesús la ha tomado para sí y ella no ha puesto resistencia. No fue fácil. Fueron luchas constantes, muriendo a sí misma a cada instante por amor a Cristo y por el deseo de “ser hostia pura que continuamente se ofrece a Dios por el mundo pecador” (C.90).
Estando ya en el Convento del Espíritu Santo, en mayo de 1919, le dice a su mamá en una carta: “Amemos, mamacita, a ese Jesús que es tan aborrecido y ofendido. Consolémosle a cada segundo diciendo que le amamos. Le gusta tanto ese canto no interrumpido de amor… Amémosle en cada uno de nuestros actos, haciéndolos con perfección y solo por agradar a Él. Amemos su adorable Voluntad en cada una de las circunstancias de nuestra vida. Cuando se ama, todo es alegría; la Cruz no pesa; el martirio no se siente; se vive más en el Cielo que en la tierra” (C.104).
Para vivir ese cielo en la tierra, Jesús va trazando el camino como buen Capitán y Juanita se deja conducir hacia el puerto de su voluntad. Sabe que “del espíritu de fe y caridad se desprende el espíritu de sacrificio”. “Un alma que es sacrificada desde la mañana a la noche se vencerá y luchará contra sus pasiones (…) Debo desasirme de todos los consuelos y gozos que encuentro en la oración. Debo tratar de olvidar los favores que Dios me hace, fijando mi atención en el amor que me demuestra en la Cruz y en el Sagrario”. “Oh, mi adorado Jesús, por tu Corazón divino, olvida mis ingratitudes y tómame por entero. Aíslame de todo lo que pase en torno mío. Que viva yo contemplándote siempre. Que viva sumergida en tu amor, para que él consuma mi miserable ser y me convierta en Ti” (D.57).
La vida de la carmelita
Juanita se configuraba con la espiritualidad del Carmelo, antes de que por fin sus pies se descalzaran para pisar esa tierra sagrada que tanto anhelaba. Pero descalzar sus pies era también descalzar la fragilidad de su cuerpo que había de “mortificar a ejemplo de Jesús agonizante” (D. 35).
No había en ella asomo de equivocación. “La vida de la carmelita no es otra cosa: amar, llegar la unión más perfecta con Dios, e inmolarse y sacrificarse en todo, ya que el sacrificio es la oblación del amor” (…)
“¿Dónde aprende a amar y sufrir? Siempre al pie de la cruz” (D. 35). “¿Por qué ese atractivo por sufrir me nace desde el fondo de mi alma? Ah, es porque amo. Mi alma desea la Cruz porque en ella está Jesús” (D. 47).
Ese deseo sumerge a nuestra santa en un constante recogimiento interior, preparando su alma para encarnar a Jesús. Haciendo de ella una hostia viva, que no tiene más voluntad que la del Señor, que la toma en sus manos para triturarla. “Pero no todo ha sido goce. La cruz ha sido bien pesada” (D. 56).
Y es que, así como sube al Tabor, la carmelita sube también al Calvario, “allí se inmola por las almas. El amor la crucifica, muere para sí misma y para el mundo. Se sepulta, y su sepulcro es el Corazón de Jesús; y de allí resucita, renace a una nueva vida y vive espiritualmente al mundo entero” (D. 58).
El 2 de agosto de 1919 le escribe a doña Lucía, su madre:
“Es el amor de Dios que prueba, acrisola y purifica al alma. Cuando sufra, mire a Jesús. La está amando con ternura, pues le está participando de su cruz, de aquella cruz que llevó en su Corazón divinísimo desde Belén hasta el Calvario. Deposítese a sí misma con todo lo que la rodea en ese Corazón de Jesús. Viva abandonada a su santa Voluntad. De ese abandono nace la unión” (C.120).
En la carta del 18 de febrero de 1920, dos meses antes de morir, le dirá: “En ese Divino Corazón es donde he encontrado mi centro y mi morada. Mi vocación es el producto de su amor misericordioso. A Dios. Abandonémonos a Él y permanezcamos siempre bajo su mirada” (C. 162).
Me parece una lectura que mueve los sentimientos y el deseo de llegar a esa espiritualidad y nos deje sentir la presencia de Jesús tan cerca, y logre compartirlo a los demás. Gracias por estos momentos.