En Colombia, y quizá también ya en otros países, se siente el "ambiente navideño". La música decembrina ha comenzado a escucharse en las emisoras y en las reuniones familiares desde finales de octubre. Luces de colores, árboles bastante decorados y los pesebres embellecen, desde ahora, los centros comerciales y los hogares. Uno que otro villancico suena en el ambiente.
“¡Falta poco para terminar el año!” solemos escuchar en nuestras conversaciones esperando con ansias que llegue el 31 de diciembre para terminar el año 2022 y tomar nuevos aires con el venidero 2023.
Sin embargo, para la Iglesia Católica, el año litúrgico culmina hoy, 20 de noviembre, con la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. Una fiesta que nos recuerda o enseña que el camino de nuestra vida tiene un principio y un fin y que nos dirigimos hacia el encuentro con Jesús, el Esposo, que vendrá como Rey y Señor de la vida y de la historia.
Escribe monseñor Víctor Manuel Ochoa Cadavid en un mensaje publicado en la página de la Conferencia Episcopal de Colombia, en el 2018, que “la realeza de Jesús no es como la realeza de este mundo, tantas veces expresada en la sed de gloria, en las vanidades que, de por sí, están conectadas a las coronas humanas, tan volátiles, tan intrascendentes. Jesús es Rey en una altísima dimensión que, para bien nuestro, se expresa en la simplicidad, en la humildad. No puede confundirse esta realeza con la que, incluso sus mismos apóstoles, esperaban ver despuntar en Jerusalén”.
El reinado de Jesús no es de acá y viene a dar testimonio de la verdad. Si todavía nos falta tener esa certeza en el corazón, traigamos a nuestra memoria las palabras del Señor ante Pilato:
“«Mi realeza no procede de este mundo. Si fuera rey como los de este mundo, mis guardias habrían luchado para que no cayera en manos de los judíos. Pero mi reinado no es de acá.» Pilato le preguntó: «Entonces, ¿tú eres rey?». Jesús respondió: «Tú lo has dicho: yo soy Rey. Yo doy testimonio de la verdad, y para esto he nacido y he venido al mundo. Todo el que está del lado de la verdad escucha mi voz.»" (Jn 18, 36-37).
Así es, se trata de la voz de un Rey que es el Buen Pastor, quien da la vida por sus ovejas, las conoce, las llama a cada una por su nombre y ellas le conocen y le obedecen (Jn 10, 1-14). La voz de Aquel que te llama con predilección y toca tu puerta para que le permitas reinar en tu vida, porque como dice santa Teresa de Jesús: “Todo va con amor”.
Como Nuestro Señor no reina a la fuerza, es decir, no se impone, no condiciona nuestra libertad, sería importante que tú y yo hiciéramos una pequeña reflexión personal sobre este punto: ¿Estamos dejando que Jesús sea "Rey en nosotros"? ¿Permitimos que Él tenga el control absoluto de nuestra vida, de nuestra historia, y nos rendimos a su voluntad?
Es significativo que, a diferencia de algunos gobernantes o dirigentes, para ser Rey, Jesús no necesita hacer ruido ni alzar de más la voz. Tampoco necesita de gestos heroicos ni llamativos para ser conocido o marcar tendencia. Mucho menos busca protagonismo y aplausos por lo que obra o proclama. Él se hace el último y servidor de todos y sus promesas se cumplen porque no son discursos pasajeros, fabricados para "ganar votos" ni seguidores, sino para que alcancemos la vida eterna.
Su poder está en la capacidad de humillación y de abajamiento para identificarse con sus pequeños: los que sufren, los necesitados, los excluidos. Este divino Rey es el Camino y viene a reinar en nuestra vida haciendo camino con nosotros. Pero su Reino no solo se expande hacia los confines del mundo, lo hace también hacia el interior del alma, allí donde Él mora, allí donde te espera.
Será santa Teresa de Jesús, la sierva del Amor, quien nos conduzca hacia las moradas de nuestro Castillo, hacia la habitación del Rey, a través de su propia experiencia, para hacernos exclamar como la novia del Cantar de los Cantares: “Llévame, oh Rey, a tu habitación para que nos alegremos y regocijemos, y celebremos, no el vino, sino tus caricias” (Cant 1,4).
¡Alabado sea tan buen Rey!
Durante la Edad Media, “la monarquía católica hispana alcanzó su máximo poderío económico, militar y político” (Libro “Inquieta y andariega. Enseñanzas de Santa Teresa de Jesús para nuestros días”). Santa Teresa de Jesús vivía rodeada de castillos, era natural de una ciudad amurallada y en su entorno era recurrente encontrar personas poderosas como los Duques de Alba o el rey Felipe II, a quien le dirige las siguientes palabras en una de sus cartas: “Harto gran alivio es que tenga Dios, Nuestro Señor, un tan gran defensor y ayuda para su Iglesia”.
Sin embargo, Teresa distingue muy bien entre los reyes terrenos, temporales; y Jesucristo, Rey Eterno, “Su Majestad”: “¿Qué se me da a mí de los reyes ni señores, si no quiero sus rentas, ni de tenerlos contentos, si un tantico se atraviesa contentar más a Dios?”. “¡Oh Rey de gloria y Señor de todos los reyes! ¡Cómo no es vuestro reino armado de palillos, pues no tiene fin! ¡Cómo no son menester terceros para Vos! Con mirar vuestra persona, se ve luego que es solo el que merecéis que os llamen Señor, según la majestad mostráis. No es menester gente de acompañamiento ni de guarda para que conozcan que sois Rey. Porque acá un rey solo mal se conocerá por sí. Aunque él más quiera ser conocido por rey, no le creerán, que no tiene más que los otros; es menester que se vea por qué lo creer, y así es razón tenga estas autoridades postizas, porque si no las tuviese no le tendrían en nada. Porque no sale de sí el parecer poderoso. De otros le ha de venir la autoridad” (Vida 37,6).
Esa autoridad en Jesús nace en la humildad y el amor. En su capacidad de darse a los demás y en la disponibilidad a la voluntad del Padre. “Se redujo a nada, tomó la condición de siervo y se hizo semejante a los hombres, y encontrándose en la condición humana se rebajó a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil 2, 6-8).
En su itinerario espiritual por su castillo interior, santa Teresa irá descubriendo y gozando de las bondades de su “divina Majestad” que se regala del todo a ella, haciéndole experimentar cómo tan gran Señor se despoja de su vestidura real para salir también en defensa de las almas y responder por ellas hasta en las persecuciones y murmuraciones. Este divino Rey no abandona nunca, por el contrario está presente hombro a hombro, se comunica, mira por nuestras cosas y se hace Amigo.
“¡Oh Señor mío, oh Rey mío! ¡Quién supiera ahora representar la majestad que tenéis! Es imposible dejar de ver que sois gran Emperador en Vos mismo, que espanta mirar esta majestad, mas más espanta, Señor mío, mirar con ella vuestra humildad y el amor que mostráis a una como yo” (Vida 37,6).
Es la experiencia de ese amor lo que mueve a la santa a comunicarnos lo que obra este gran Rey en el alma. Por eso la imperiosa necesidad de ponernos en camino para entrar en las profundidades del Reino que nos ha sido dado y en la compañía de tan Soberana Majestad que nos habita: “¿Qué tal os parece que será el aposento adonde un Rey tan poderoso, tan sabio, tan limpio, tan lleno de todos los bienes se deleita?” (1M, 1,1). “Poned los ojos en el centro del castillo, que es la pieza o palacio donde está el Rey” (…) “Visto ya el gran Rey, que está en la morada de este castillo, su buena voluntad, por su gran misericordia, quiérelos tornar a él y, como buen pastor, con un silbo tan suave, que aun casi ellos mismos no le entienden, hace que conozcan su voz y que no anden tan perdidos, sino que tornen a su morada. Y tiene tanta fuerza este silbo del pastor, que desamparan las cosas exteriores en que estaban y métense en el castillo” (4M, 3.2).
Y entrando en aquella continua compañía, dirá santa Teresa, que se siente el deseo de pertenecerle, de agradarle, de dar lo mejor de sí por la persona amada. Y es que llevamos el sello del Amor. Ya no somos extranjeros, sino que tenemos parte y nos gozamos de su heredad. Ahora no solo nacerá un amor tierno con Su Majestad, sino unos deseos mayores de entregarse por completo a su servicio tal como la Santa lo expresa: “Soberana Majestad, eterna Sabiduría. Bondad buena al alma mía; Dios, Alteza, un Ser, Bondad: la gran vileza mirad, que hoy os canta amor así: ¿Qué mandáis hacer de mí?”.
“Reciban la herencia del Reino preparado para ustedes” (Mt 25,34)
Así como la oración es la puerta para entrar en nuestro castillo interior hacia la unión transformante con nuestro Rey y Señor, el sacramento del Bautismo es la puerta que posibilita la vida cristiana y nos conduce a la configuración con Jesucristo, Rey del Universo.
Nos dice San Pablo:
“No habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos «¡Abba, Padre!». Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que si sufrimos con él, seremos también glorificados con Él” (Romanos 8,15).
Esa unión con Cristo, por el Bautismo, nos conducirá a recibir la herencia que nos ha sido reservada y a dar respuesta a lo que manda hacer la Soberana Majestad de nosotros: vivir y actuar como sacerdotes, profetas y reyes, como fue su misión en el mundo. ¿De qué manera asumir nosotros a ejemplo de Jesús el oficio de Rey con los ojos puestos en el cielo y los pies bien puestos sobre la tierra?
1. Debemos entender que esto nada tiene que ver con acoger privilegios y evitar tribulaciones. Por el contrario, se nos confía la responsabilidad de imitar a Jesús en la pequeñez, en el amar, servir y padecer. Entre más se nos da, más se nos exige. Por eso hemos de vivir en una permanente y renovada entrega hasta el extremo, siempre en proceso de conversión desde nuestra morada interior donde Cristo nos recrea a Imagen y Semejanza suya.
2. En una sociedad como la nuestra estamos llamados a ser constructores de comunidades fraternas y generosas y a proclamar la esperanza, la paz y la alegría. Al que se le ha confiado la tarea de liderar, guiar, acompañar o educar debe dejar de lado intereses personales por el bien común y debe propender a la unidad y no a la división.
3. Ser rey es ser señor de uno mismo y de las circunstancias. Es tomar el control de nuestras emociones y de nuestro proceder para evitar pasar haciendo daño por la vida de los demás o generar conflictos innecesarios.
Podemos concluir, con santa Teresa, que ser reyes por el Bautismo es ser "almas muy enamoradas, que querrían viese el Señor que no le sirven por sueldo y así jamás se les acuerda que han de recibir gloria por cosa, para esforzarse más por eso a servir, sino de contentar al amor, que es su natural obrar de mil maneras. Si pudiese quería buscar invenciones para consumirse el alma en él; y si fuese menester quedar para siempre aniquilada para la mayor honra de Dios lo haría de muy buena gana".
Que Jesucristo, Rey de nuestra morada interior, “sea alabado para siempre, amén, que abajándose a comunicar con tan miserables criaturas, quiere mostrar su grandeza” (6M 9,18).
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