Es Viernes Santo: los vítores y las palmas que se levantaban mientras Jesús hacía su entrada triunfal a Jerusalén se han silenciado. Ahora solo retumba el clamor de un pueblo que enardecido pide su crucifixión.
De la última cena con sus discípulos, ya no queda nada servido en la mesa. Se prepara el Cordero de Dios para entregar su vida por amor. De la celebración y la compañía llega la soledad y la cruz: “Ha de caer y morir el grano de trigo en tierra para dar fruto” (Jn 12, 23-24). “Ha de ser levantado el Hijo del hombre para que todo aquel que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 14-15).
Allí está Jesús, el Nazareno, sobre el madero de la cruz: visiblemente molido a golpes, ultrajado, humillado, con sus ropas repartidas, traspasado, pero está amando y dando vida.
Por eso te invito a levantar la mirada hacia Él. Deja que resuenen en tu interior estas palabras de San Agustín de Hipona: “Contemplamos sus heridas mientras cuelga. Vemos su sangre mientras muere. Vemos el precio ofrecido por el redentor, tocamos las cicatrices de su resurrección. Inclina la cabeza, como si fuera a besarte. Su corazón se abre, por así decirlo, en amor hacia ti. Sus brazos están extendidos para abrazarte. Todo su cuerpo está expuesto para tu redención. Reflexiona sobre la grandeza de estas cosas. Sopesa bien todo esto en tu mente: como una vez fue fijado a la cruz en cada parte de su cuerpo por ti, así puede ser fijado ahora en cada parte de tu alma”.
Es tiempo de volver a plantar la cruz y con ella a Cristo en tu corazón. Todo en ti será fecundo y hallarás fuerza en la debilidad.
Fuerza de Dios
Si no vivimos el Misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor desde la fe, podríamos quedarnos ante la cruz con una escena muy desgarradora, pero con una predica vacía de Cristo. Esto nos llevaría al límite del sinsentido y a la desesperación, más que a la esperanza.
No hallaríamos en la cruz un camino posible para seguir e imitar al Maestro, menos para la redención. Lejos estaríamos de experimentar la fuerza y la sabiduría de Dios en los dolores y sufrimientos de cada día.
Hasta podríamos caer en el error de asumir la postura de los judíos y griegos de la época, al solo ver en ella fracaso, derrota, escándalo, necedad, una piedra de tropiezo, nada compatible para la razón. Entonces, ¿en qué depositaríamos nuestra esperanza de salvación? ¿Acaso en nuestras propias obras o en la incipiente lógica humana? ¿Cómo se podría hablar de vida o tal vez de consuelo si todo termina en muerte?
Sin embargo, san Pablo nos abre a una verdadera experiencia de ser cristianos que no prescinden de la cruz, sino que por el contrario la abrazan. Así lo expresó el Papa Benedicto XVI, al hablar de la teología de la cruz en la predicación del Apóstol:
“Día tras día, en su nueva vida, experimentaba que la salvación era “gracia”, que todo brotaba de la muerte de Cristo y no de sus méritos (…) El tema de la cruz de Cristo se convierte en un elemento esencial y primario de la predicación del Apóstol: el ejemplo más claro es la comunidad de Corintios. Frente a una Iglesia donde había, de forma preocupante, desórdenes y escándalos, donde la comunión estaba amenazada por partidos y divisiones internas que ponían en peligro la unidad del Cuerpo de Cristo, san Pablo se presenta no con sublimidad de palabras o de sabiduría, sino con el anuncio de Cristo, de Cristo crucificado. Su fuerza no es lenguaje persuasivo sino, paradójicamente, la debilidad y la humildad de quien confía solo en el “poder de Dios” (…) Aceptar la cruz de Cristo significa realizar una profunda conversión en el modo de relacionarse con Dios (…) El Apóstol se identifica hasta tal punto con Cristo que también él, aun en medio de numerosas pruebas, vive en la fe del Hijo de Dios que lo amó y se entregó por sus pecados y por los de todos”.
Y es que Pablo se sabe crucificado con Cristo (Gal 2, 19) y configurado a su muerte (Fl 3,10). Por eso, en medio de las más duras pruebas y en la misma persecución, él se gloría en la cruz de Jesús y así lo va a exaltar en sus epístolas: “Me glorío en mis debilidades, en las persecuciones padecidas por Cristo” (2 Cor 12, 9). “Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones” (2 Cor 7, 4). “Me alegro de sufrir por ustedes”. “En cuanto a mí, de nada quiero gloriarme sino de la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Pues por medio de la cruz de Cristo, el mundo ha muerto para mí y yo he muerto para el mundo” (Gal 6, 14). ¿Nosotros a qué hemos de morir? ¿De dónde nos ha de venir la fuerza para vencer nuestra debilidad, nuestro pecado, nuestras sombras de muerte?
Yo no me imagino una experiencia de salvación desde mis propias fuerzas. Fuera de Cristo no encuentro fortaleza y paciencia para vencer el pecado, ni asumir cada tribulación, cada circunstancia que me desacomoda y que a veces me paraliza. Necesito volver una y otra vez la mirada hacia la cruz para no desviarme del camino, evitando buscar la salida más acomodada, libre de confrontación y de lucha constante por la santificación. Para nuestra madre Santa Teresa de Jesús, “si se quiere ganar libertad de espíritu y no andar siempre atribulado, comience a no se espantar de la cruz, y verá cómo se la ayuda también a llevar el Señor” (Vida 11, 17).
¿Cuál es, entonces, nuestro deber? Santa Teresa de Los Andes dirá que nuestro deber es la cruz y se preguntará si el Padre encontrará en ella la figura de Cristo (D 22). Para esto se requiere un compromiso desde la fe: negarnos a sí mismos, unirnos a Jesús, matar el egoísmo y vivir con Cristo en el fondo del alma, para ofrecerle nuestra mortificaciones, humillaciones y sufrimientos (D 20).
Ella escribirá en su Diario:
“Siento tan difíciles de cumplir mis propósitos, pero Jesús me ha animado poniéndome ante mi vista su rostro despreciado, humillado. Le pido que me dé fuerzas. Quiero desde hoy ser siempre la última en todo, ocupar el último puesto. Servir a los demás, sacrificarme siempre y en todo para unirme más a Aquel que se hizo siervo siendo Dios, porque nos amaba (…) Viviré constantemente en ese espíritu de fe. No despreciaré ninguna ocasión para humillarme y para mortificarme. Cumpliré a cada instante la voluntad de Dios. Creo que en el amor está la santidad. Quiero ser santa. Luego me entregaré al amor, ya que este purifica, sirve para expiar. El que ama no tiene otra voluntad sino la del amado; luego yo quiero hacer la voluntad de Jesús. El que ama se sacrifica. Yo quiero sacrificarme en todo. No me quiero dar ningún gusto. Quiero inmolarme constantemente para parecerme a Aquel que sufre por mí y me ama. El amor obedece sin réplica. El amor es fiel. El amor no vacila. El amor es lazo de unión de dos almas. Por el amor me fundiré en Jesús” (D 30).
Entrega que da vida
En el Evangelio de San Juan (14,6), Jesús nos dice que Él es el Camino, la Verdad y la Vida. Vida que brota también en la cruz porque en ella se ha entregado Cristo y ha vencido la muerte. En ella todo se hace nuevo y fecundo. La derrota se transforma en victoria. El sufrimiento en consuelo. El abandono en confianza. se gesta la reconciliación del hombre con Dios y la noche se transforma en luz.
Describe Teresa de Jesús, con ojos abiertos a la esperanza, en su poema “El camino de la cruz”: “En la cruz está la vida y el consuelo y ella sola es el camino para el cielo. En la cruz está el Señor de cielo y tierra y el gozar de mucha paz, aunque haya guerra. Todos los males destierra en este suelo y ella sola es el camino para el cielo (…) Es una palma preciosa donde ha subido y su fruto le ha sabido a Dios del cielo (…) Es una oliva preciosa la santa cruz que con su aceite nos unta y nos da luz (…) El alma que a Dios está toda rendida y muy de veras del mundo desasida, la cruz le es árbol de vida y de consuelo y un camino deleitoso para el cielo”.
Y he aquí la invitación que se nos hace a todo bautizado: entregarnos al Amor para ser portadores de vida. No podemos hacerlo a medias. No hemos de reservarnos nada de nosotros mismos para darnos del todo a los demás. Es nuestro compromiso ser cirineos y mensajeros de la Buena Noticia. Basta de culpar a Dios y a quienes tenemos a nuestro lado, basta de quejas, de reclamos y de desánimos arraigados al alma. Basta de palabras, acciones y pensamientos cargados de pesimismo o de señalamientos que crucifican y que matan en vida.
Por más difícil y compleja que sea la realidad que se vive, por más distante que esté de nuestra comprensión humana, hemos de unirnos a la cruz de Cristo para crecer en espíritu y en verdad desde los sufrimientos de cada día y hemos de conducir a otros al misterio de la redención que se abre para todos, desterrando de ellos posturas de rechazo a la Gracia, más que con palabras, con la coherencia de nuestro testimonio.
Y precisamente con una reflexión centrada en el testimonio, el papa Francisco en su homilía pronunciada durante su vista apostólica a Eslovaquia, en la fiesta litúrgica de la Exaltación de la Santa Cruz del 2021, resaltaba que “el testigo de la cruz no recuerda los agravios del pasado y no se lamenta del presente, no usa los caminos del engaño y del poder mundano, no quiere imponerse a sí mismo y a los suyos, sino dar la propia vida por los demás. No busca los propios beneficios para después mostrarse devoto (…) El misterio de la cruz solo puede ser recibido con gratitud, conmovido hasta las lágrimas, de quien recibe un regalo inmerecido e inimaginable (…) La cruz no puede ser reducida a un objeto de devoción, mucho menos a un símbolo político, a un signo de importancia religiosa y social (…) Si se ahonda la mirada en Jesús, su rostro comienza a reflejarse en el nuestro, sus rasgos se vuelven los nuestros, el amor de Cristo nos conquista y nos transforma”.
Por eso no nos durmamos como los discípulos en el huerto de Getsemaní. ¡Desgastémonos por Cristo en el servicio y en el amor! No nos cansemos en la primera dificultad. No renunciemos a lo que el Señor nos ha confiado, no nos neguemos a dar respuesta al seguimiento de Cristo, ni perdamos la oportunidad de dar a conocer a los demás las bondades y enseñanzas que sobreabundan en las cruces de cada día. Y cuando pese la cruz y llegue la caída, vayamos a Jesús que Él nos levantará y aliviará.
María Madre de la Iglesia, fruto fecundo del sacrificio de Cristo
Como testamento pronunciado en la cruz, despojándose de todo, Jesús entrega a María una maternidad espiritual y su presencia ha sido desde entonces para la Iglesia fuente de alegría y consuelo; revelación del amor misericordioso de Dios por sus hijos.
Ella es el claro ejemplo de donación total en medio del dolor, aquella que prolonga con obediencia su eterno “Fiat” en el plan de salvación. Aquella que libre de sí misma, acoge en su corazón a toda la humanidad.
Todo se ha cumplido también en María, desde la Anunciación hasta el Calvario y por su fe brota la vida y la esperanza que nos conduce a Jesús por el estrecho camino de la cruz.
Oremos ante la cruz
Padre, como Jesús, hoy encomiendo en tus manos mi vida, mis tribulaciones. La cruz me pesa, pero no quiero que se haga mi voluntad, sino la tuya. Dame sabiduría para acogerla y fortaleza para llevarla con fidelidad.
Sacia en mí la sed que tengo de tu presencia. Perdona mis faltas, mis quejas y reproches. Quiero permanecer en tu amor y llevar a otros a la alegría de tu salvación.
Que se cumplan tus deseos en mí, como se han cumplido todas tus promesas. No permitas que te abandone en mis noches más oscuras y si por alguna razón aparto de ti mi mirada, que tu luz me conduzca hacia tu costado abierto para reposar en la grandeza de tu amor. Amén.
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