Como Iglesia celebramos cada 2 de febrero la fiesta de la Presentación del Señor, justo a los curenta días de su natividad. En esta fiesta contemplamos que Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios, fue presentado en el Templo. Así nos dice el evangelista Lucas: “Cuando se cumplieron los días de la purificación prescrita por la ley de Moisés, José y María llevaron al niño a Jerusalén para presentarlo al Señor, como prescribe la ley del Señor: todo primogénito varón será consagrado al Señor. Ofrecieron también en sacrificio, como dice la ley del Señor: un par de palomas o dos pichones”. (Lc 2, 22-24).
En esta fiesta en la que el signo de la luz se hace presente, ya que Jesús es la “luz para iluminar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2, 32) y que expresamos con la procesión de las candelas, se nos revela el misterio de Jesús hecho hombre que es consagrado al Señor. Él es el Mesías esperado que va a llevar a cumplimiento todas las profecías del Antiguo Testamento y que desde ya se manifiesta como el Salvador de toda la humanidad y como la gloria del pueblo de Israel.
En este misterio del Señor contemplamos uno de los grandes temas de la teología de la vocación cristiana: la consagración. Así como Jesús es presentado en el Templo, es decir, es consagrado al Señor; así también nosotros hemos sido consagrados, o sea, separados para Dios en Cristo Jesús. Desde nuestro bautismo cada uno de nosotros fue separado para Dios, le pertenecemos, tenemos una vocación especial: ser cristianos.
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Vivir como consagrados es primero que todo, vivir como hijos de Dios. Por el bautismo somos hechos hijos de Dios, hijos en el Hijo. Somos hijos de Dios por medio de Jesucristo. Como cristianos estamos llamados a vivir con esa dignidad propia de los hijos, no como esclavos. San Pablo nos dice: «Han recibido un Espíritu que los hace hijos adoptivos y nos permite clamar gritar: “Abbá” es decir, “Padre”» (Rm 8, 15). Cuando reconocemos nuestra dignidad de hijos, tanto la nuestra como la de los demás, cuando optamos por aquello que va de acuerdo con nuestra dignidad, cuando podemos reconocer a Dios como Padre, vivimos nuestra consagración.
También vivir como consagrados para el Señor es reconocer que somos miembros de Cristo. Siguiendo la analogía de San Pablo, formamos el cuerpo, cada uno es miembro de ese cuerpo. (Cf. 1 Co 12, 27) Por el bautismo participamos del ser de Cristo, nos configuramos con Él, lo hacemos presente en este mundo. Estamos llamados a ser uno con Él, a tener sus mismos pensamientos, sentimientos, acciones. Vivimos como consagrados cuando reconocemos que estamos llamados a reflejar a Cristo y cuando dejamos que Él actúe en nuestra vida.
En el bautismo también somos ungidos por el Espíritu Santo para ser templos de Dios. Nuestra vida de cristianos es una vida de íntima comunión con el Espíritu Santo, todo nuestro ser está en íntima comunión con Él. Cuando nos reconocemos habitados por el Espíritu de Dios, cuando nos damos cuenta de que “no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso donde Él tiene sus deleites” (1M, 1) [1], cuando escuchamos en nuestro interior a Dios y caminamos según su voluntad, estamos viviendo nuestra consagración bautismal.
Nuestro bautismo también nos incorpora a la Iglesia, cuerpo de Cristo y también el bautismo nos hace participar del sacerdocio de Cristo, es decir, ofreciendo toda nuestra vida como un culto agradable a Dios (cf. Rm 12, 1). Somos consagrados para ser pueblo santo y para ofrecer nuestra vida a Dios con todo lo que eso implica. Vivimos como consagrados cuando participamos de la Iglesia, cuando hacemos un camino de sinodalidad, cuando le ofrecemos al Señor todo nuestro ser.
Esta es la enorme riqueza de nuestra consagración bautismal. Pero hay algunos a los que Dios llama también a consagrarse a Él de una manera particular: la consagración religiosa. Los religiosos, además de la consagración bautismal, viven la consagración religiosa y “son llamados por Dios para poseer un don particular en la vida de la Iglesia y para que contribuyan a la misión salvífica de ésta, cada uno según su modo” (LG 43) [2]. Los religiosos vivimos nuestra consagración viviendo en continua relación con Cristo, el Amado, y entregándonos día a día de acuerdo con nuestro estilo particular de vida y el carisma propio al que hemos sido llamados.
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Nuestra vida cristina, entonces, es una consagración. Que en esta fiesta de la Presentación del Señor podamos redescubrir la riqueza y la gracia de sabernos separados para Dios, por Jesucristo, en el Espíritu Santo. Que, así como Jesús vivió haciendo el bien y cumpliendo la voluntad de su Padre, también cada uno de nosotros podamos vivir de acuerdo con ese llamado especial que Dios nos ha hecho. Que la virgen María, la “llena de gracia” (Lc 1, 28), la consagrada por Dios para ser la madre de Jesús que nos acompañe y nos anime día a día a vivir nuestra consagración para dar testimonio de Cristo en este mundo.
[1] Santa Teresa de Jesús, Castillo Interior, Primeras Moradas, n. 1
[2] Constitución Dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II Lumen Gentium.
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